domingo, 29 de marzo de 2009

Los verdes valles, la montaña, la frontera

La mañana se ha despertado fría en Kolasin, nada que ver con el día anterior. Pero el mundo se ve distinto con un par de huevos revueltos y unos cuantos cevapcici (cómo no) por bandera. Amigos vegetarianos, enemigos de la grasa cárnica, en verdad os digo: dejaos el orgullo torero en casa cuando acudáis a los Balcanes, y claudicad ante la onmipresencia de esas salchichas algo picantes a base de carne picada llamadas cevapcici y que en cualquier bar, restaurante o fonda del lugar os ofrecerán, ya sea como desayuno, comida o cena.

Decía yo que la vida se ve distinta con la panza llena, así que nos volvemos a subir al coche para emprender la marcha, esta vez, por carreteras que discurren entre nubes, inmensos desfiladeros, inabarcables cimas, valles repletos de verde sólo mancillados por la contínua presencia de bolsas de basura. Sí, amigos, sí, las gentes balcánicas acostumbran a seguir haciendo eso que hacían nuestras generaciones previas, sólo que en lugar de tirar los papeles y los cigarrillos por la ventanilla del coche, es directamente la bolsa de basura entera lo que regalan a la montaña.
Las cunetas y valles están regadas sin excepción por bolsas de todo color y tamaño, más y menos mugrientas, más y menos odorosas, las montañas son un gran vertedero para el que nadie parece haber previsto otro posible uso. Parece ser este, de hecho, el uso previsto con alevosía, habida cuenta de que, entre montones mayores y menores de caquita, aparece un vertedero oficial con sus limitaciones y su caseta y su guardia y todo.

Entre el cielo y la tierra, nos tropezamos también por casualidad con un par de bodas. Es curioso, ya hemos visto unas cuantas. En las comitivas de boda, el primero de los coches de la hilera lleva siempre la bandera del país, y todos los demás van decorados con flores hasta en la guantera, si me apuran.
Como en los entierros, que también discurren por la carretara (pero a pie) y la primera persona de la comitiva acostumbra a portar una cruz de madera.

Y hablando de muertos, por la carretera vamos cuando nos encontramos con el Lokiva, un antiguo complejo de esquí de cierto renombre que la guerra cerró y que, al contrario que Sveti Stefan, no parece que haya nadie interesado en que se vuelva a abrir. Actualmente se encuentra en estado de abandono. No obstante, hay coches aparcados y no se me ocurre la menos idea de qué narices podrá estar haciendo gente ahí.
Ya acercándonos a Rozaje, el hambre ataca de nuevo. Rozaje es la primera ciudad de Montenegro que se alcanza viniendo desde Kosovo, y tiene de hecho una gran cantidad de población musulmana de origen kosovar. Estamos a tan solo 23 kilómetros de la frontera kosovar, y las ganas de acercarnos son muchas. Sobre todo, porque con sólo 10 kilómetros más, llegaríamos a Pec, uno de nuestros destinos marcados para cuando entremos a Kosovo, y que está sin embargo a 78 kilómetros de Pristina, distancia que tendríamos que recorrer (pero a la inversa) una vez alcanzada la ciudad, estando ahora a una montaña de distancia. Además, muy cerca también de la frontera se encuentra Istok, zona de actuación de las tropas españolas desplegadas allí en misión de la KFOR. Y a Istok va a ser muy dificil acceder si no es ahora.
Sin embargo, nos han advertido que ni se nos ocurra acceder a Kosovo con un coche de matrícula eminentemente serbia. Así que, ocurrírsenos, se nos ocurre, pero acabamos bajando las orejas y no jugándonos las llantas.

Todo este procedimiento de te-imaginas-si-pasamos con posterior retirada de rabo entre las piernas, lo llevamos a cabo mientras ingerimos en el restaurante Kotusa, ubicado en una aldea perdida entre Berane y Rozaje.
El restaurante es muy grande y está muy bien cuidado. Dentro sólo una mesa está ocupada con un grupo de unos seis comensales, que nos miran muy raro al entrar. Al camarero tampoco debemos de hacerle mucha gracia, porque nos atiende con cierto gesto reseco.
En plena ingesta nos encontramos cuando al restaurante acceden tres personas, dos hombres y una mujer, a los que el camarero saluda y guía hacia la otra mesa ocupada. Los tres, al entrar, nos miran muy raro. Una de las personas de la otra mesa los saluda, se incorpora, y los guía hacia el piso superior, de donde descienden todos al cabo de unos 15 minutos.
Mamamiedo.
Entre aspectos y gestos, parecía que en cualquier momento fueran a sacar un subfusil y presentarse en sociedad.

Conviene aquí quizá mentar que no cuenta esa zona del sureste de Montenegro con excesiva buena prensa. De entre las ramas de polemólogos, periodistas e historiadores que estudian las guerras de los Balcanes, hay una bastante refrendada que defiende que el ELK (Ejército de Liberación de Kosovo), ese que luchaba contra las opresoras tropas serbias y para el que la OTAN corrió solícita en su ayuda, no era más que un grupo de paramilitares que se nutría en gran medida del narcotráfico. Una vez terminada la guerra, gran parte de ellos han acabado en política (no faltan en el actual gobierno kosovar), y los demás, pues han acabado haciendo turismo y expresando su interés por las fincas de José Luis Moreno, entre otros. Es decir: gran parte de los integrantes de esos grupos armados que actualmente se dan con unción al secuestro express en este nuestro país y al robo con intimidación, siendo "intimidación" un eufemismo, son bandas albanokosovares que provienen de ese ELK de tiempos.
Volviendo al asunto: el narcotráfico sigue existiendo (de ello vive el país, hasta que EEUU acabe de instalarse ahí del todo, aunque ya volveré más adelante sobre este particular). Y por otra parte, esas gentes y esas armas tienen que salir de ahí por algún sitio. En resumen: si bien Albania es el otro patio de recreo de toda suerte de actividades delictivas, la zona del sureste de Montenegro es una zona también, digamos, "difusa".

De tal forma que a mí de repente me entran muchas ganas de terminar de comer rápido por si las moscas, no vaya a ser que el Kalashnikov que he prometido traerle a Irene de recuerdo se lo tenga que traer en forma de informe balístico, así que pongo mi mejor sonrisa y le digo al camarero que no quiero postre la cuenta muchas gracias.

Nos marchamos ya de tan ilustre comedero, y seguimos avanzando hacia la frontera con Serbia (sob!), habiéndonos asegurado ayer que la carretera principal discurre por zona puramente serbia y no toca nada nada zona kosovar (aunque por cuestión de metros, añado).

Al alcanzar la frontera, el guarda del puesto montenegrino nos sella el pasaporte, adiós muy buenas esperamos que lo hayan pasado bien, y como siempre, unos metros más allá, se encuentra el puesto serbio. Con una particularidad, y es que en el puesto serbio no hay nadie. Hay cartel de bienvenido a Serbia. Pero no hay nadie.
Huy la leche.
Miramos por su alrededor, y definitivamente no, no hay nadie. Decidimos avanzar un poco con el coche. Por ahí empiezan a aparecer casas y vida normal, y sigue sin haber ningún guardia por ninguna parte. A los 10 kilómetros más o menos, decidimos dar la vuelta y preguntarle al guardia de Montenegro, acompañados de una pequeña vicisitud, y es que ahora mismo no existimos. Tenemos un sello de salida de Montenegro. Pero no tenemos un sello de entrada en Serbia. Así que somos ilegales en Serbia. Y no está claro si podríamos entrar en Montenegro, puesto que no tenemos sello de salida de Serbia. Entiendo que para el que tenga por costumbre pulular por la UE y no andar a vueltas con visados ni sellos, esto le sonará a chino. Pero puede quedarse con la gráfica idea de que, repito: ahora mismo, no existimos.
Así que mi natural, gafe, que tiene tendencia a acabar envuelto en las situaciones más inverosímiles y no siempre deseables, se empieza a poner muy nervioso. Alcanzamos de nuevo la frontera montenegrina. El guardia nos mira como diciendo joé estos otra vez aquí qué pesaos madre por dios, mientras yo, con los ojos fuera de las órbitas y la voz ahogada, le hago entender que no hay guarda serbio que no hay puesto fronterizo que no hay sello que no hay Serbia y que la vida se acaba aquí y ahora en este mismo punto mire usté. Y él que sí hombre que sí que tira palante que no seáis pesaos que vosotros tó palante y al final hay un guardia, joé. Así que aunque a mí me gustaría quedarme ahí agarrada a su pierna y rogarle señor guardia mónteme usté en un avión y mándeme a casa con mi mamá, me siento inconfundiblemente invitada a pirarme tó palante. Y palante nos vamos.

Una casa.
Otra casa.
Un pueblo.
Otro pueblo.
Y al final, 15 kilómetros más adelante, una casa con una bandera y un tipo con traje de señor guardia que nos para, nos pide los pasaportes y nos pone sello de entrada a la República Serbia.
Por fin, Señor Guardia, nunca en mi vida había deseado tanto encontrarme con uno de ustedes.

Ya estamos de nuevo en Serbia. Hala, mira qué felices. Y nos dirigimos hacia nuestro primer monasterio eminentemente serbio y uno de los más importante de la fe ortodoxa de la zona: el monasterio de Sopocani. Y mientras tanto, me llama la atención esa especie de zona de nadie en la que, estando en terreno serbio, no hay autoridad que la regule mediante sellos.