sábado, 15 de agosto de 2009

Goran

Me quedo pensando en esos refugiados que, 10 años después, siguen en el limbo antes mentado. No sé muy bien qué se sentirá sin ser bienvenido en ninguna parte. Los refugiados serbokosovares (o serbocroatas, o serbobosnios, o todos aquellos procedentes de una guerra perdida) no son bienvenidos en Kosovo, pero tampoco son bienvenidos en Serbia. Para gran parte de los serbios, socialmente suponen un pueblo más parecido a los albanos en sus formas y costumbres que a los serbios en sí. Pero para casi toda la población, suponen ante todo un lastre económico. 10 años después, queda muy poco nacionalismo al que agarrarse. Son más bien el recuerdo de la guerra perdida, la fístula que le escuece a Serbia porque no sabe qué hacer con ellos, y no sabe qué hacer consigo misma. Para la población serbia, son una carga mal avenida que eleva la tasa de paro, que se lleva en su condición de refugiados un pan que consideran no les pertenece, una masa que vive de ellos, ellos, que mandaron a luchar a sus hijos por esa masa (y los perdieron). Y a mí no deja de resultarme curioso que esos nacionalismos, lo suficientemente poderosos como para acabar con un país como Yugoslavia, ahora hayan salido escopetados de la mentalidad de los perdedores. Ya no hay una Gran Serbia a la que aferrarse. Y una vez más, el amor saltó por la ventana cuando la miseria entró por la puerta.

Sumida en estos pensamientos estoy cuando entramos en Kraljevo, y nos dirigimos al punto de encuentro para dejar el coche. Goran, el contacto de la agencia de alquiler en esta ciudad, aparece calle abajo, muy simpático y servicial. Entramos en la oficina, iniciamos el papeleo, nos disponemos a pagar, el datáfono no funciona bien. Hay que llamar a Belgrado. Pero es de noche, domingo, y no hay nadie. Vamos a volver a intentarlo.

Llevamos unos cinco minutos en ello. Goran, para entretener la espera, nos pregunta qué tal nuestro viaje, por dónde hemos ido, etc etc. Yo decido tentar la suerte. Le comento la intención que teníamos de ir a Kosovo con el coche, pero que nos recomendaron no hacerlo por la matrícula eminentemente serbia. Goran nos responde vagamente. Pero me ha salido bien la treta, porque entre la vaguedad, Goran se va soltando y acaba hablando de Kosovo. Y por extensión, de las diferentes guerras y de la situación actual.

Se yergue en ejemplo prototípico de lo que la opinión pública serbia defiende. Que los serbios tienen su parte de culpa, por supuesto, pero que definitivamente no han sido tratados igual, no se ha aplicado el mismo rasero a los criminales de un lado y de otro. Que no ha habido justicia para todos. Que en el extranjero se ignoran muchas cosas. Que la matanza de Srbrenica, cuya enarbolada cifra de 7000 muertos pone en duda, fue una represalia a una matanza previa, a 15 kilómetros de allí, en un enclave serbio, de 3000 personas, por parte de las fuerzas bosnio-musulmanas. Pero que de eso en occidente no se habla, no se sabe, no se ha dicho. Que en Serbia se hacen cosas, se dan pasos, para estar más cerca de la UE, pero que la UE siempre pide más. Que para la UE, nunca es suficiente. Que la UE nunca hace concesiones a Serbia. Que la UE parece no darse cuenta de las dificultades que supone todos los pasos que se dan: por economía, por un orgullo nacional aún dolido... Todas las detenciones, todas las humillaciones, todas las tensiones internas. En este punto, a Goran se le dilata la pupila. Parece haberse dado cuenta, de repente, de que no sabe con quién está hablando. Que está largando afablemente como si estuviera con un compañero del instituto y yo puedo ser periodista, o funcionaria de la UE, o trabajar en una ONG pro kosovar, o vaya usted a saber qué. Todas estas reflexiones parecen pasear por la cabeza de Goran en ese escaso segundo que dura su dilatación de pupila. Como por arte de magia, Goran vuelve en ese momento a transformarse en el afable oficinista de vehículos de alquiler y, con una sonrisa enorme pero cierta prisa, nos comenta que, puesto que la cosa del datáfono no parece arreglarse, mañana mismo, que ya es lunes, a las 7:30 de la mañana que nosotros vamos a dejar nuestro hotel, estará en él para entregarnos el recibo y solucionarlo. La impronta de la picaresca de mi tierra me hace mirar con recelo. Pero me decido a confiar. Entretanto, sigo admirada por haber conseguido que este señor se soltara la lengua como quien no quiere la cosa, y consternada a la vez porque la conversación con toques de entrevista no haya durado más.

Nos marchamos de la oficina hacia el hotel. Cenamos en un lugar llamado Goldy's, 400 dinares, una suerte de McDonald's a lo balcánico. Para mi sorpresa, Goran aparece efectivamente el día siguiente en el hotel a las 7:30, mientras estamos desayunando. Impoluto con su traje y su sonrisa, nos da el recibo. Se le nota con prisa. Y yo no puedo culparlo. Entiendo que no se fíe ni de su madre. Claro, Goran, es que nunca se juzga a los ganadores de un conflicto.

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