viernes, 31 de octubre de 2008

Día 3: Aterriza como puedas, Oleg

Puesto que, debido a la presumible embriaguez del piloto, se retrasó el vuelo de venida y perdimos el enlace con el tren, teniendo que sacrificar así nuestros planes iniciales que constaban de dos ciudades, hemos decidido el día de hoy visitar al menos una de ellas, desde Belgrado. Optamos por Novi Sad, de mayor envergadura que Subotica, que queda así encerrada para los restos en el cajón de "cosas que probablemente nunca se harán, aunque se pensaron".


Salimos en el autobús por la mañana. Descubrimos lo que más tarde no haremos más que constatar: que en los Balcanes, la parte del billete donde dice "tienen ustedes los asientos tal y cual" es probablemente requisito para la cercanía con la UE, porque lo que es la gente de a pie, no sabe lo que significa. Nos tocan así, por decisión popular, dos asientos al final del todo, rodeados de un grupo de soldadillos tipo mili que cultivan la lectura con el Interviú local. O para ser más exactos: con el Playboy local. Acompañan el viaje, de hora y media, con diversas latas de cerveza, que yo temo aterricen sobre mi cocorote. Pero no: se aprecia que su maña y experiencia en estas lides es mucha. Al final, el más cutural y gastronómicamente activo de todos, se queda dormidito sobre los asientos. Angelito.


Llegamos a Novi Sad. Novi Sad tiene aún el regusto a Imperio Austrohúngaro, del que fue su ciudad más meridional, aderezada con el socialismo yugoslavo posterior más estandar. Es hoy en día una de las principales ciudades de Serbia, y un importante foco universitario. Paseamos por el casco antiguo (y principal vía comercial), mientras nos dirigimos hacia lo que es su principal atracción turística: el Fuerte de Petrovaradin, que no es suyo, sino de Petovaradin, un pueblecito encantador con gusto añejo que en la psicología popular se anexa a Novi Sad. Ambos municipios están divididos por el Danubio, sobre el que el Fuerte de Petrovaradin suponía (en tiempos) una posición militar estratégica. Y están unidos por el puente Varadinski, a cuya entrada figura una placa alusiva a los bombardeos de la OTAN de 1999 (también aquí). Al parecer, uno de los misiles que destruyeron los tres puentes que tenía la ciudad fue a parar sobre el Varadinski justo cuando a un tal Oleg Nasov le había dado por cruzar. Imagino que el muchacho, viendo el pepinazo que se le avecinaba, valoró la posibilidad de correr para un lado y correr para el otro, y concluyendo que en ambos casos tenía un porcentaje de éxito de cero, se santiguó a la ortodoxa y se tapó la nariz, por si caía al río.
Pero se ve que no cayó. O, al menos, no en condiciones de tragar agua.





Pasear por Petrovaradin resulta realmente relajante. Es como uno de esos pueblecitos de los Alpes donde parece que nunca pasa nada. Incluso en Serbia parece haber -aún- sitios así. Y aquí no es que no pase, sino que la gente no es consciente de que pasen cosas, o no tanto como nosotros. Van dos borrachos tranquilamente abrazados por la calle, uno va gritando "Iugoslaaaaviaaa!!!". Las casas tienen las puertas abiertas. En la calle principal, muy concurrida por ser el acceso directo a Novi Sad, somos testigos de un accidente: un coche pierde una escalera que lleva malamente atada a la parte superior. El de detrás, pese a venir bastante atrás, ni se da cuenta y se sube en el elemento, tendido en el suelo. Sólo cuando después de unos segundos ve que no avanza, se percata de la existencia de una escalera bajo la rueda. Cuando el primer conductor ya ha llegado hasta el segundo y, según el ideario español, se avecinan hostias, observamos que no: como buenamente pueden, sacan la escalera de debajo, y cada cual sigue su camino. Qué cosas.


Se nos ha ido haciendo tarde, así que volvemos corriendo a la estación y compramos el billete de vuelta, que es, curiosamente, más barato que el de ida. Hm. Desconcierto. Desconcierto asimismo porque esto no es exactamente el punto donde nos ha dejado el bus. ¡Mierda! ¡Que esto no era la estación de bus!

Era la estación de tren. Vamos a tener ocasión de enfrentarnos cara a cara con "por qué todos los locales y no locales nos han recomendado huir de los trenes y movernos en autobús".

Pues sí. Probablemente Serbia sea el único país del mundo donde los trenes son más baratos que los autobuses. Pero es que, amigos, tardan más. Y se retrasan (horas y horas) sin esperarlo. El porqué, es un misterio. El interior de los vagones no tiene precio. Es... como un autobús. Con las sillitas de las salas de espera de los ambulatorios. Y agarraderas en el techo. La calefacción a todo trapo debajo de los asientos que están vacíos. Aunque confieso que me encanta la experiencia.



La experiencia, no obstante, me sale cara. Cuando llegamos a casa de Lela, yo ya he enfermado. Después de regalar a las cañerías de Belgrado lo más profundo de mi ser, por via superior e inferior, decido que al día siguiente visitaré una farmacia y aprenderé a decir "suero" cueste lo que cueste. Ahora, trataré de sobrevivir al Stalingrado que supone la casa de nuestra amiga, con más capas de ropa que ayer, si cabe.


Hoy ha sido lunes, 22 de septiembre de 2008. Y mañana alquilamos un coche para despedirnos de Belgrado. O eso intentaremos.

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